lunes, 21 de septiembre de 2015

Hamlet de William Shakespeare

ESCENA VII 

Sale HAMLET por un lado mientras OFELIA permanece, desapercibida por él, al
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otro extremo del tablado.
HAMLET.– Ser o no ser. Esa es la cuestión. ¿Qué es más noble? ¿Permanecer impasible
ante los avatares de una fortuna adversa o afrontar los peligros de un turbulento mar
y, desafiándolos, terminar con todo de una vez? Morir es… dormir… Nada más. Y
durmiendo se acaban la ansiedad y la angustia y los miles de padecimientos de que
son herederos nuestros míseros cuerpos. Es una deseable consumación: Morir…
dormir… dormir… tal vez soñar. Ah, ahí está la dificultad. Es el miedo a los sueños
que podamos tener al abandonar este breve hospedaje lo que nos hace titubear, pues
a través de ellos podrían prolongarse indefinidamente las desdichas de esta vida. Si
pudiésemos estar absolutamente seguros de que un certero golpe de daga terminaría
con todo, ¿quién soportaría los azotes y desdenes del mundo, la injusticia de los
opresores, los desprecios del arrogante, el dolor del amor no correspondido, la
desidia de la justicia, la insolencia de los ministros, y los palos inmerecidamente
recibidos? ¿Quién arrastraría, gimiendo y sudando, las cargas de esta vida, si no
fuese por el temor de que haya algo después de la muerte, ese país inexplorado del
que nadie ha logrado regresar? Es lo que inmoviliza la voluntad y nos hace concluir
que mejor es el mal que padecemos que el mal que está por venir. La duda nos
convierte en cobardes y nos desvía de nuestro racional curso de acción. Pero…
interrumpamos nuestras filosofías, pues veo allí a la bella Ofelia. Ninfa de las
aguas, perdona mis pecados y ruega por mí en tus plegarias.
OFELIA.– Señor, ¿cómo estáis? Hace muchos días que no sé de vos.
HAMLET.– Muy bien… Te doy las gracias por preguntar.
OFELIA.– Aquí os traigo algunos regalos vuestros que hace ya muchos días quería
devolveros. Os pido que los aceptéis.
HAMLET.– ¿Regalos míos? No, yo nunca te regalé nada.
OFELIA.– Señor, vos sabéis muy bien que me los disteis. Y con tan dulces palabras que
los hizo doblemente valiosos para mí. Pero ahora que su perfume se ha disipado,
quiero devolvéroslos. Para las almas nobles los regalos pierden su valor cuando la
persona que los ha dado muestra poca gentileza.
HAMLET.– ¡Ah! ¿tenéis un alma noble?
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OFELIA.– ¿Señor?
HAMLET.– ¿Eres bella?
OFELIA.– ¿Qué queréis decir?
HAMLET.– Que si eres bella y de alma noble, entonces no deberías permitir que se
hablara de tu belleza.
OFELIA.– ¿Es posible hablar de belleza sin nobleza?
HAMLET.–¡Absolutamente! La belleza fácilmente corrompe un alma noble, pero un
alma noble difícilmente hará virtuosa a la belleza. Para los Antiguos eso era una
paradoja, pero en los tiempos que corren es un casi un axioma. Hubo un tiempo en
que te amaba…
OFELIA.– Así me lo hicisteis creer, señor.
HAMLET.– Pues no deberías haberlo creído. La verdad ya no se encuentra en los
hombres, aunque finjan decirla. Nunca te amé…
OFELIA.– Entonces me engañé a mí misma.
HAMLET.– ¡Vete a un convento! ¿Es que deseas ser madre y dar al mundo más
pecadores de los que ya hay? No soy peor que la mayoría de los hombres, pero
¡ojalá hubiese muerto en el vientre de mi madre! Soy orgulloso, vengativo,
ambicioso y despreciable. Pero ¿qué quieres que haga cuando me arrastro como un
gusano entre la tierra y el cielo? Los hombres somos todos unos miserables. No
pongas tu fe en ninguno de nosotros. ¡Vete a un convento! ¿Dónde está tu padre?
OFELIA.– En su casa, señor.
HAMLET.– Mantenlo encerrado bajo llave; y no le permitas hacer el tonto más que en su
propia casa. Adiós.
OFELIA.– ¡Dios mío, tened piedad de él!
HAMLET.– Pero si decides casarte, sírvate esta predicción de regalo de boda: Aunque
seas más fría que el hielo y más blanca que la nieve, no podrás evitar la calumnia.
¡Vete a un convento, te digo! O cásate con un imbécil, porque un listo sabe muy
bien que lo convertirás en un monstruo mendaz. ¡Vete a un convento! ¡Y pronto!
OFELIA.– ¡Oh santos del cielo, devolvedle la salud!
HAMLET.– Y no pienses que me engañas con tus afeites y acicaladuras. Dios te da un
rostro y tú te pones otro. Meneas las caderas provocativamente, adoptas voz de niña
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y finges ignorancia cuando sabes latín. ¡Vete a…! Pero no quiero repetirlo, que me
enfureces más. No se hable más de boda. Los que ya están casados no tienen
remedio, pero los demás todavía nos podemos salvar. ¡Vete a un convento! ¡Vete de
una vez!

Se va HAMLET.

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